Nos avisa el refranero del peligro que supone ir por lana y volver trasquilado. Este vuelco imprevisto es especialmente llamativo en la arena política, cuando el dirigente de turno desencadena un proceso electoral que, por el camino, es resignificado por la oposición o por la ciudadanía.
Lo hemos visto con especial crudeza en la convocatoria de referéndums que pretendían ser trámites de ratificación (las inesperadas victorias del no en los plebiscitos sobre el Tratado de Maastricht en Dinamarca en 1992, o sobre la Constitución Europea en Francia y Holanda en 2005) o de cierre de cuestiones divisivas (la sorpresiva aprobación del Brexit en Reino Unido en 2016). En estos casos, el resultado fue contrario al esperado, pues primó el voto de castigo al gobierno, de protesta contra las élites o de enfado nacional por encima de la cuestión en debate.
Esta resignificación también puede afectar al resto de convocatorias electorales. Ha sido, en parte, el caso de las municipales y autonómicas españolas del pasado 28 de mayo.
Para buena parte de la gente, la papeleta no decidía el futuro local o regional: se trataba simple y llanamente de un referéndum sobre la continuidad del gobierno socialista. La habilidad de la oposición para centrar el debate en el “sanchismo” revirtió en una victoria del bloque (ultra)conservador en casi todos los feudos en juego.
También así lo entendió el propio presidente Pedro Sánchez. Para evitar que la derrota derivase en tsunami, convocó al día siguiente elecciones generales para el próximo 23 de julio.
Paradójicamente, la reacción ante unas elecciones municipales y autonómicas resignificadas como moción de censura al Gobierno central serán unos comicios generales donde tampoco se debatirá sobre su razón de ser, porque se están planteando como un nuevo plebiscito.
Esta disonancia entre la pregunta hecha y la respuesta recibida no parece una buena señal, pues o bien denota una excesiva polarización y maniqueísmo, o bien resulta sintomática de una mala salud y calidad democráticas.
Lo primero podría ser el diagnóstico de la situación actual, lo segundo se produjo hace ahora casi un siglo cuando unos comicios locales provocaron la caída de la Monarquía española y el advenimiento de la Segunda República.
El 14 de abril republicano
Todas las elecciones celebradas bajo la Restauración borbónica en España fueron ganadas por el partido que las convocaba. El “turnismo” (la alternancia preacordada en el gobierno de los partidos conservador y liberal), el “encasillado” (la asignación de escaños antes de la celebración de las elecciones) y el caciquismo minimizaban la incertidumbre y garantizaban la estabilidad, no democrática, pero sí institucional.
Sin embargo, el sistema fue degradándose progresivamente, siendo la puntilla la deriva de la dictadura del general Miguel Primo de Rivera (de cuyo pronunciamiento se cumple ahora un siglo exacto).
Necesitado de rehabilitación y temeroso de la reacción popular, el rey Alfonso XIII se decantó por intentar un gradual retorno al pasado. Para ello, quiso empezar con unas elecciones municipales, convencido de que al ser las más “administrativas”, las más próximas a la ciudadanía, serían también las menos politizadas y “politizables”. Sin embargo, los aprendices de mago monárquicos descubrieron con sorpresa que, para una mayoría de ciudadanos, las urnas eran la ocasión para pronunciarse contra la continuidad de la Casa de Borbón.
Aunque la convocatoria electoral se celebró el 12 de abril de 1931, el recuento se tomó su tiempo, y hasta dos días después no se concretó el vuelco. Además, no todas las circunscripciones tenían el mismo peso, pues se era consciente del carácter decisivo de las áreas urbanas, donde el control político y el abuso de poder tenían más difícil imponer su voluntad.
En otras palabras, lo relevante no era el resultado global, pues el régimen ganó en número de concejales gracias a dominar las provincias más rurales –en muchos lugares se presentaba una única candidatura y la proclamación era directa–. Lo importante era el voto dado allí donde el sufragio universal masculino –siguió sin permitirse el femenino, ni tan siquiera el restringido reconocido en el Estatuto Municipal de 1924– pudo expresar con libertad su elección.
El triunfo republicano en la mayoría de capitales de provincia –con datos contundentes en Madrid y Barcelona, donde la oposición logró triplicar y cuadriplicar, respectivamente, la diferencia respecto de los candidatos monárquicos– dejaba poco margen a la interpretación.
Como ha novelado excelentemente Paco Cerdà, la buena nueva fue extendiéndose por toda la geografía. Fueron Las elecciones que acabaron con la monarquía, según titula su reciente libro Carmelo Romero.
Esta convicción caló hondo en la clase política española. De hecho, cuando se repitieron las circunstancias históricas –la necesidad de pasar de una dictadura a un régimen democrático–, aquel recuerdo condicionó sobremanera.
Así, el entonces Gobierno de Adolfo Suárez retrasó la convocatoria municipal hasta el 3 de abril de 1979. Es decir, los ayuntamientos –y las diputaciones, no nos olvidemos de ellas– mantuvieron la composición proveniente del franquismo hasta casi tres años y medio después del fallecimiento del dictador, cuando ya se habían celebrado dos referéndums (sobre la Ley de Reforma Política y sobre la Constitución) y dos elecciones generales (Constituyentes en 1977 y de primera legislatura en 1979).
Una moneda al aire
Cuando apuestas a todo o nada, lógicamente puedes salir victorioso del casino electoral. Pero también conviene recordar que existe la posibilidad de perderlo todo. No hay término medio cuando el envite es tan alto y el resultado se limita a cara o cruz. Existen precedentes.
El 12 de marzo de 1986 se celebró el referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN. La convocatoria respondía a un compromiso electoral del entonces presidente Felipe González, pero también evidenciaba el cambio de posición de la dirección socialista, dejando atrás su inicial “OTAN, de entrada no”.
Para buena parte de la oposición, esta llamada a las urnas se entendió como una cuña para minar la mayoría absoluta gubernamental, como una moción de censura encubierta y como una primera vuelta de las generales previstas para aquel mismo año.
Así, todo el espacio a la izquierda del PSOE, bajo el liderazgo del PCE de Gerardo Iglesias, pidió activamente el no. A ellos se sumaron algunos dirigentes disidentes –futuros integrantes de Izquierda Unida–, las Juventudes Socialistas y el sindicato (entonces todavía) hermano de la UGT. El cortoplacismo táctico tentó incluso a la derecha históricamente atlantista: Coalición Popular –el antecedente del actual Partido Popular– defendió la abstención para presionar al Gobierno, y la CiU de Jordi Pujol llegó a hacer campaña con la boca pequeña a favor del no para desgastar al Ejecutivo socialista.
Años después, algunos de ellos hicieron contrición pública, pues aquel tacticismo les desacreditó internacionalmente, les dejó malparados electoralmente y, sobre todo, no logró su principal objetivo.
Porque, a pesar que el no se impuso en Cataluña, País Vasco, Navarra y Canarias, en el cómputo general triunfó el sí con el 56,85 %. González llegó a condicionar su continuidad, para gozo de la oposición, al resultado final… y ganó. Además, no sólo superó (contra muchos pronósticos) el abismo del plebiscito, sino que aprovechó el cambio de marea para anticipar las elecciones de noviembre a junio y renovar, a pesar de dejarse 18 escaños, la mayoría absoluta de 1982.
Al margen de quien acabe saliendo trasquilado el próximo 23 de julio, lo cierto es que planteamientos tan agónicos alejan consensos ciudadanos y calidad democrática.
Jaume Claret, Historiador. Profesor agregado en los Estudios de Artes y Humanidades y director del Máster Universitario de Historia del Mundo Contemporáneo, UOC – Universitat Oberta de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.