En septiembre de 2013, cuando cumplía 170 años desde que naciera en Londres en 1843, el semanario The Economist publicó un editorial titulado “¿Somos de izquierdas o de derechas?”, donde anunciaba que por fin iba a despejar las dudas de los lectores de la revista que llevaban años haciendo la misma pregunta. El texto pretendía, según exponía quizá con un pelín de condescendencia, orientar a las personas preprogramadas ―por así decirlo― para pensar siempre dentro de una segmentación de “izquierda versus derecha”. Esta mentalidad tradicional era, aseguraban los editorialistas, culpable de que los entusiastas seguidores de la publicación no acabaran de comprender (¿admirar?) su posicionamiento político. Y ya por fin hablaban claro: The Economist se proclamaba ―y se sigue proclamando― favorable a la libertad de empresa, a la desregulación y a la propiedad privada, pero también al matrimonio gay, a la legalización de las drogas y a las democracias no monárquicas.
The Economist lo fundó a mediados del siglo XIX James Wilson, un empresario británico que se tenía por “liberal clásico de la escuela de Adam Smith”. Esta base intelectual, a la que se añadirían después las ideas de John Stuart Mill y William Gladstone, ha guiado al semanario desde sus comienzos, conservando como principio fundacional, digamos, un firme rechazo de toda restricción de la libertad económica o personal de un individuo. Una vez establecido esto, la línea editorial no es dogmática. ¿Derechas o izquierdas?, preguntaba el artículo retóricamente. Ninguna de las dos, se respondía a sí mismo.
En España estas aclaraciones recuerdan a las de Ciudadanos, el partido regeneracionista que parece provocar una mezcla de envidia y confusión semejante a la que The Economist atribuye a sus lectores excesivamente cuadriculados en el maniqueísmo de las izquierdas versus las derechas. En un país donde se ha politizado todo ―desde la justicia, la educación y la cultura hasta el amor, la amistad y el deporte― la despolitización es una batalla ardua, porque los españoles politizados no son conscientes de su problema. Pero si la ideología no forma parte de la solución, será que forma parte del problema.
La corrupción no es un defecto de fábrica de la democracia
Demos un salto gigantesco hacia atrás en la línea temporal de la humanidad. Acompañadme, usando una pértiga histórica, a la Atenas del siglo V a.C. Fue en aquella etapa radiante cuando la polis, libre al fin de los tiranos que la habían oprimido durante décadas, se regaló a sí misma la Democracia, sistema de autogobierno que emplean hoy los países más avanzados de nuestro planeta. Al parecer fue Clístenes quien logró aprobar una serie de reformas que bautizó como demokratia o “poder del pueblo”: demos (pueblo) y kratos (poder). Pero al ir ensayando el flamante procedimiento de autogestión ya se toparon los griegos con un ‘defecto de fábrica’ considerado inherente al sistema que Churchill alabaría en negativo como el menos malo de los sistemas políticos.
La corrupción es una elección voluntaria
Este defecto era ―y es todavía hoy― la imposibilidad de filtrar y rechazar a quienes no tenían el menor interés en lograr la unión, la pujanza y el honor de una polis soberana. ¿Cómo evitar a quienes buscaban los ángulos muertos de la democracia para alimentar sus propias ambiciones individuales con las artimañas que hicieran falta y parasitando el sistema desde dentro? Parecía meridiano que, si se toleraba su participación en el autogobierno de la demokratia, estos fulanos estimularían la discordia, truncarían la polis en bloques contrapuestos y promoverían una agresividad colectiva que arriesgaría hasta el límite la democracia conseguida mediante el trabajo de toda la ciudadanía. ¿Todo esto resulta de sobra conocido? Tuvo lugar hace casi tres milenios, pero los siglos no parecen haber pasado.
El votante español es cómplice de la corrupción
Regresemos con la pértiga a nuestros tiempos, a una España que forma parte de la vieja Europa donde precisamente nació esa democracia admirable. España lleva apenas medio siglo ensayando su propia demokratia, tras haberse librado de sus propios tiranos. Pero ¿realmente se ha librado? Porque un ciudadano presionado para votar a políticos corruptos no puede considerarse libre, de igual modo que no es democrático un país cuyos partidos políticos figuran entre los más corruptos de Europa. Y los candidatos que se presentan a las elecciones bajo siglas corruptas obligan al votante ejercer en falso su derecho democrático primordial. El votante que elige a los candidatos corruptos es un corrupto más. Hay partidos invotables y partidos votables. Y todos sabemos cuáles son.