La decisión del Tribunal General de la Unión Europea (TGUE) de retirar la inmunidad parlamentaria a Carles Puigdemont y a sus exconsejeros Toni Comín y Clara Ponsatí es una buena noticia para el Estado de derecho y para la democracia española. Con este fallo, el TGUE corrige el error cometido por el Parlamento Europeo, que en marzo concedió un privilegio injustificado a unos prófugos de la justicia que se han burlado de la legalidad y de la voluntad de los ciudadanos.
Puigdemont y sus cómplices deben responder ante los tribunales españoles por los graves delitos que cometieron en 2017, cuando impulsaron un proceso ilegal y unilateral de secesión que fracturó a la sociedad catalana, vulneró los derechos de la mayoría de los catalanes y puso en riesgo la convivencia y la estabilidad de España. No se trata de una persecución política, como pretenden hacer creer con su victimismo y su propaganda, sino de una exigencia democrática y constitucional. Nadie está por encima de la ley, ni siquiera los que se arrogan la representación del pueblo.
La retirada de la inmunidad abre la puerta a la reactivación de las euroórdenes emitidas por el Tribunal Supremo contra los fugados, que podrían ser detenidos y entregados a España en cualquier momento. Se trata de un paso importante para acabar con la impunidad de los que han huido de sus responsabilidades y han intentado internacionalizar un conflicto interno que solo se puede resolver dentro del marco legal y constitucional. La justicia europea ha demostrado una vez más su compromiso con el Estado de derecho y con el respeto a las decisiones de los tribunales nacionales.
La sentencia del TGUE es también un revés para el separatismo, que ha basado su estrategia en el apoyo de Puigdemont desde el exterior y en la esperanza de una mediación internacional que nunca llegará. El independentismo debe asumir que su proyecto es inviable e ilegítimo, y que solo conduce al fracaso y al aislamiento. Es hora de abandonar las vías unilaterales y las provocaciones, y de apostar por el diálogo y la lealtad institucional. Cataluña necesita una política constructiva y realista, que se ocupe de los problemas reales de los ciudadanos y que busque soluciones dentro del ordenamiento jurídico español y europeo.