Estamos ya en la recta final de un año, otro más, y otro menos, que va a ser recordado en las páginas de historia local. Y es que el año 2022, si recordáis, empezaba convulso, con amago de moción de censura al alcalde y que resultó ser un “gatillazo” del partido de los socialistas catalanes que no quisieron dar el paso al frente cuando la ciudadanía demandaba valentía y audacia. Pero la política es muy rara, hay demasiados intereses en juego y claro, si arriesgas sin saber si vas a salir victorioso, recular, y aquí paz y allá gloria, suele ser la opción elegida por los que llevan toda una vida amarrados al salón de las sillas bermejas. Pasada la tormenta, siempre llega la calma, y la fiera que hace un año parecía imposible que fuera amansada, ahora come de la mano de su castigador.
Es algo así como el síndrome de Estocolmo. Ya saben, la persona secuestrada es mantenida con vida por sus captores y cuando es liberada suele decir que no era tan maltratada porque le proporcionaban alimento y agua. Le han cercenado su libertad, pero la complicidad y el vínculo afectivo con sus captores entorpece una resolución drástica del caso. Desde la oposición y con perplejidad vemos cómo de tener un comportamiento radical y, ahora que quedan 5 meses para las municipales, algunas formaciones políticas de la ciudad han iniciado un rápido acercamiento hacia esa extrema izquierda a la que critican en público y alaban en privado.
Dicen sin rubor que “por responsabilidad”. Puede ser que la contingencia sea la sombra inevitable de la política, una propiedad en virtud de la cual todo lo presente está atravesado por la duda de lo posible. Es cierto que la voluntad de una parte de la ciudadanía de Lleida se manifestó en 2019 a favor de un supuesto y ansiado cambio, pero ahora esa misma ciudadanía y, de forma pública y notoria, niegan querer seguir tomando una medicina que no cura. Una medicina que ha debilitado las defensas de una ciudad enferma de aburrimiento, cansada de imposturas e imposiciones.
Mientras, la ineficiencia de un gobierno ideológico derrotado pretende seguir jugando este partido para imponer su agenda rechazada. Encontrará, sin duda, la mano tendida y el beneplácito de quien es ahora oposición y no lo ha digerido aún. Como decía, este año ya tiene los días contados. En el 2023 habrá que tomar de nuevo la decisión de quien va a gobernar los próximos cuatro años en Lleida. Nada más y nada menos. Ante el dilema hay que tener en cuenta una cosa: todo lo que ocurra en la ciudad va a tener más que ver con los ciudadanos de a pie que con los egos, las ideologías o las imposiciones ajenas. Porque en cada voto depositado no solo va un derecho fundamental, o la empatía que se tenga a un color u otro, va algo más importante.
El derecho a elegir cuánto queremos ser libres. El único obstáculo para ese acto tan sencillo, el acto de elegir, con demasiada frecuencia, depende de esa enfermedad política que es el síndrome de Estocolmo. No resulta práctico dar nuestro emocional voto a quién nos secuestra la voluntad con engaños. Tampoco es práctico dar nuestro voto a quien determina, como César, cuantos días de circo vamos a tener y cuánto pan se va a repartir. Eso no es libertad de elegir, es embrutecimiento.
Luego vienen los lamentos, los arrepentimientos. Y de arrepentidos, está lleno el paraíso. Lo correcto es usar la razón y aplicarla. Solo así elegiremos libremente y para ser libres.
Desprenderse y emanciparse de ese síndrome de Estocolmo evitará que seamos manipulados con injerencias de políticos con minúsculas que consiguen que aceptemos sus imposiciones y su agenda ideológica, que en demasiadas ocasiones están radicalmente alejadas de las necesidades reales del leridano de a pie.