Andrea Gutiérrez García, Universidad de La Rioja
La sexualidad es una dimensión inherente al ser humano. Lo acompaña desde su concepción hasta el fin de sus días. Por ello, la educación sexual es una necesidad fundamental que no solo ha de ser asunto de la familia, sino también debe ser abordada desde los centros escolares.
Habitualmente, la educación se centra en el aspecto más biológico de la sexualidad: genitales y coito. Se dirige la atención hacia la prevención de los riesgos (fundamentalmente, infecciones de transmisión sexual y embarazos no deseados).
Sin embargo, en palabras de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la sexualidad es un aspecto central de la persona que abarca mucho más: el sexo, las identidades y los papeles de género, el erotismo, el placer, la intimidad, la reproducción y la orientación sexual.
Parte de nuestra identidad humana
La sexualidad se vive y se expresa través de pensamientos, fantasías, deseos, creencias, actitudes, valores, conductas, prácticas, papeles y relaciones interpersonales.
Hablar de sexualidad es hablar de qué somos, cómo somos, qué sentimos, cómo nos sentimos, cómo nos vivimos, cómo nos expresamos como personas sexuadas o cómo nos relacionamos.
Por lo tanto, es una educación que debe realizarse a lo largo de todas las etapas vitales, y no solamente a partir de la adolescencia, ya que vivirla de forma sana ayuda al sujeto a realizarse plenamente y a crear vínculos afectivos que le ayuden a crecer con seguridad y confianza.
Además, tal y como señala la OMS, la educación afectivo-sexual es un derecho de niños, niñas y adolescentes.
¿De dónde venimos?
La primera infancia se caracteriza por su afán por saber, y esto incluye su interés por conocer por ejemplo de dónde vienen los niños y las niñas, cómo nacemos, cómo cambia nuestro cuerpo o la exploración de nuestros genitales.
Ofreciendo información adaptada a su capacidad cognitiva y a su madurez, además de dar respuesta a esas inquietudes estamos forjando un vínculo de confianza, transmitiendo el mensaje de que siempre estaremos ahí para responder a sus preguntas.
Lo que decimos, y lo que hacemos
Es posible que muchos recordemos, por ejemplo, lo que sucedía en nuestras casas cuando en la televisión aparecía una escena de sexo. En muchos hogares se cambiaba de canal de inmediato. En otros se producía un silencio incómodo. En otros, quizá, se hacían bromas.
Es importante ser conscientes de que transmitimos no solo con lo que decimos, sino también con nuestros silencios, con los modelos que ofrecemos, y con los valores y actitudes que mostramos.
Evadir los temas referentes a la sexualidad, bien por incomodidad, timidez o por no saber qué responder es también un modo de comunicar un mensaje.
Aun sin darnos cuenta, cualquier adulto que se relacione con una niña o niño está educando la afectividad y la sexualidad,: lo hacemos con las palabras que utilizamos o las que no pronunciamos, los gestos o las muestras de afecto que damos o no mostramos, y el modo en que lo hacemos.
Una solicitud voluntaria
Actualmente, son los centros educativos, o más bien las asociaciones de familias, las que solicitan de manera voluntaria talleres sobre sexualidad a instituciones externas. Esto no ocurre en todos los centros, ni en todos los niveles, y más bien se produce de manera puntual una o dos veces al año, sin una continuidad.
En algunas comunidades autónomas españolas, además, se precisa el permiso de los padres o tutores legales para que los menores puedan recibir dicha formación, algo que no ocurre cuando se desarrollan talleres sobre otras cuestiones como la educación vial o el uso responsable de las nuevas tecnologías, por ejemplo.
Existen algunos proyectos aislados que se aplican en todas las etapas educativas, pero no es ni mucho menos habitual.
Hablar no es animar
Una de las creencias erróneas que dificultan la implementación de programas de este tipo es que hablar de sexualidad es estimular a tener más experiencias.
Sin embargo, la curiosidad de los niños y niñas no deja de existir si no obtienen respuestas en el ámbito familiar o escolar. En esos casos, se buscan las respuestas fuera. Probablemente en internet, donde hay una enorme cantidad de información sin filtros, o entre sus iguales.
La pornografía sin filtros
Algunos estudios recientes apuntan a que el acceso a la pornografía comienza a los 8 años de edad. El acceso a este contenido sexual refuerza la desigualdad, puede llegar a normalizar la violencia hacia las mujeres e invisibiliza el uso de métodos anticonceptivos.
Todo ello puede tener un impacto directo en su actitud y en la vivencia de la sexualidad, si tenemos en cuenta que en el estudio de Save The Children (2020) el 52,1 % de quienes ven pornografía frecuentemente confirma que su visualización le ha influido mucho o bastante en sus relaciones.
Autoconocimiento y naturalidad
Resulta imprescindible reconocer a los niños y niñas como seres sexuados y ofrecerles una educación sexual en todas las etapas vitales que les permita fomentar su autoconocimiento, el respeto a la diversidad sexual, una vivencia placentera y positiva y respetuosa de su cuerpo y el de los demás, así como dotarles de herramientas para que puedan protegerse de los riesgos asociados a la sexualidad, como abusos, agresiones, infecciones de transmisión sexual…
Por ello, no podemos entender la educación sexual desde un punto de vista exclusivamente biológico, sino que ha de abordarse desde un enfoque personal, relacional y social que implica educar en igualdad.
Se trata de superar el enfoque de prevención de riesgos para hablar desde un marco positivo, que integre los afectos, los deseos, la autoestima, la diversidad, el respeto y el establecimiento de límites. La educación sexual ayuda a construir una sociedad más libre, responsable e inclusiva.
Andrea Gutiérrez García, Profesora Ayudante Doctor. Psicóloga especialista en intervención multidisciplinar en violencia de género, Universidad de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.