En un pasaje de Vice, película en que el gran Christian Bale encarna al número dos de Bush, Dick Cheney, la organización Americans for Tax reform ultimaba su enésima campaña por la supresión del impuesto de sucesiones. Un estudio de opinión dio con la clave para la victoria, la lengua. Solo teniendo el dominio de las palabras puede erguirse uno victorioso en la batalla dialéctica, por lo que ya no se hablaría más del impuesto de sucesiones, sino del impuesto a la muerte, con unos resultados más que satisfactorios.
Regresando al plano español, entre cohetes en conquista del espacio exterior y una élite socialista afincada en otro planeta, un inesperado giro de los acontecimientos—nótese la ironía— ha hecho que los baluartes de la progresía mediática estimen la claridad, voluntad, perspicacia del presidente Sánchez por su propuesta de amnistía, de dudosa legalidad. La puesta en práctica de este uso alternativo del derecho para reinterpretar la Constitución ha encontrado su homóloga en el campo filológico, dando un paso más que en el ejemplo de la revolución neoconservadora. Empero, no toda la culpa es del celebérrimo Conde-Pumpido y el lugarteniente Bolaños, ya se atisbaba desde una mesa de negociación entre el Gobierno y un president en víspera de la inhabilitación la forja de este neosocialismo, que introdujo tímidamente el término ‘alivio penal’ en las rotativas. Ahora, la mentira no es sinónimo de engaño o artimaña, sino que responde al sacrificio de la palabra dada en favor de la convivencia, según la lideresa matinal de la SER, Barceló. La convivencia, a su vez, ya no entronca con la capacidad de superar las diferencias en relaciones entre iguales, sino en la genuflexión del pueblo ante una aristocracia nacionalista que copa las instituciones catalanas.
La cesión, el chantaje, la segregación imbuyeron los conceptos de concordia y diálogo, vaciados de esencia para responder a los designios e intereses de un solo hombre. Todo ello tuvo efecto en la geografía del Levante septentrional: muros se alzaron, dividieron Cataluña entre ‘el pueblo catalán’—garantes de dicha concordia en esta jerga gestada en las aurículas monclovitas, el votante del PSC y sus socios, por resumir— y un grupo reaccionario, contra la convivencia, formado por aquellos que desde el inicio del Procés no tienen derecho a llamarse a sí mismos catalanes. Qué recuerdos de los turbulentos años previos a la medida de gracia, cuando solo encontrábamos loas y oraciones al honorable sedicioso Junqueras, preso en nada menos que el Guantánamo castizo. Si no tuvimos suficiente con el elogio al criminal, ahora la prensa paisana no se centra ya en la ruptura de la promesa, sino en la valentía de exponer la nueva postura, la sinceridad política, dos vocablos que no casan entre ellos, privados de sentido en el circo de la democracia española.
Para rematar el uso alternativo de la lengua, el depuesto alcalde Puente, en su habitual sorna deslenguada, consideraba la amnistía una cuestión de clase, un problema solo para aquellos que no temían del fin de mes. Acierta en esta resignificación neosocialista, efectivamente puede que sí se trate de un problema de estratificación social, pues no deja de ser un mafioso intercambio del género—que no de género— entre los verdaderos señores del puro mientras el español que levanta la persiana cada día es desconocedor o indolente del calado de la infamia. Quizá alguien, un amigo de confianza convendría en indicarle al sr. Puente que la política no es la sobremesa de sus compañeros en la cafetería del Congreso, no es patrimonio de la ‘mayoría de progreso’, sino el único reducto de defensa de la ciudadanía frente a pequeños tiranos como su aclamado líder.
La cesión, el chantaje, la segregación imbuyeron los conceptos de concordia y diálogo, vaciados de esencia para responder a los designios e intereses de un solo hombre.
El futurible Ejecutivo ha asumido esta koiné, aplicable a toda la Torre de Babel en que se han convertido las Cortes, pues precisa únicamente de desvirtuar cualquier concepto ético. Nos encontramos, evidentemente, en una deriva sofista de la realidad, donde la palabra y las palabras han perdido su valor, pero no decaigamos: mientras quede un solo ciudadano que tenga claro que la convivencia no es sumisión, la concordia no es segregación y el nacionalismo no es pluralidad, habrá un foco de esperanza entre la herrumbre moral a la que ha sido sometida España por sus gobernantes.