Feijóo frente al espejo

"Debemos salvar las distancias que tratan de opacar el neomarianismo y liberales venidos a menos frente al idealismo alemán"

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Como ya dijera Pedro J. en la repetición electoral de 2019, desde el día X, denominado con el numerónimo 23J escuchamos unos redobles de tambores con reminiscencias germánicas, una Große Koalition a la española, el apoyo de la bancada socialista a un presidenciable Núñez Feijóo. Allá por 2003, el socialdemócrata Schröder negó desde el búnker de la vanidad cancilleresca cualquier fórmula de gobierno con la CDU, que veía sus expectativas frustradas por una candidata que no contaba precisamente con los cánones del Kanzler—del varón del Oeste a la mujer de la DDR—. Quién lo diría, Angela Merkel logró dos éxitos: adelantar al SPD y configurar una eterna gran coalición, salvo en el lapso entre 2009 y 2013.

El resonar de la gran coalición no es una fotografía del momento, una imagen estática, sino que ha ido pululando por los pasillos de prensa y los corredores de las sedes nacionales desde el primer golpe, efímero pero efectista, al turno pacífico del último siglo. Allá por 2015, Gabilondo expuso un poco probable acuerdo entre PP y PSOE ante el supuesto Congreso ingobernable, que no respondía más que a las reticencias de los partidos hegemónicos tradicionales a realizar la función prístina de una monarquía parlamentaria como es España: pactar. El primer acto de esta función concluyó con una abstención para que gobernara Mariano Rajoy, previa defenestración de Sánchez y eventual ostracismo.

Años después, todo el tablero se inclinó sobre este exiliado, investido por la confianza de la cámara mediante una moción de censura que desalojó al anterior inquilino del Palacio de la Moncloa. Pese a su rotunda victoria frente a los populares, este principio de la lista más votada parece ser que fue deliberadamente olvidado. Seamos justos: efectivamente, hubo voces en los corrillos genoveses que abogaron por un “gobierno de concentración constitucional”, como la diputada díscola Álvarez de Toledo—díscola, por ejercer su libertad de conciencia en un grupo parlamentario que, como han establecido de facto los partidos políticos españoles, deben estar cortados siguiendo un mismo patrón, todo sea dicho—. No obstante, como bien sabemos, esta opción fue desechada con contundencia por, según el testimonio autobiográfico de la otrora portavoz, el Secretario General Teodoro García Egea. Hoy, recuperamos ese concepto de la supuesta legitimidad de la lista más votada.

Empero, debemos salvar las distancias que tratan de opacar el neomarianismo y liberales venidos a menos frente al idealismo alemán. El 28 de mayo supuso la victoria del ‘que te vote Txapote’, el chascarrillo tabernario de un chupacámara que ha sido usado por Vox y las bases del Partido Popular—una forma de evitar manchar el buen nombre del aclamado líder gallego con el uso torticero del terrorista que asesinó a su compañero Gregorio Ordóñez, una campaña desde abajo y por lo bajo—. No obstante, la reedición del eslogan el 23 de julio parece que ha causado un efecto colateral: la movilización de un espantado sector progresista, pese a las enormes reticencias en cuanto a los acuerdos del Pdte. Sánchez con independentistas y sediciosos, pese a presenciar la quiebra de los valores constitucionales, como la enésima destrucción de la igualdad entre españoles—los onerosos indultos— o el ataque directo a la solidaridad entre regiones que indica claramente nuestra Carta Magna, que hoy vemos más latente que nunca en la supuesta negociación para la quita de la multimillonaria deuda catalana del Fondo de Liquidez Autonómica. Es más, ha sido el ‘gobierno más progresista de la historia’ el que ha desintegrado uno de los mayores emblemas de la izquierda mediante su alineamiento con el régimen marroquí, mientras da la espalda al pueblo saharaui.

En esta ocasión no podemos hablar de engaño, quien ha introducido la papeleta con las siglas del Partido Socialista o la plataforma de Yolanda Díaz lo ha hecho a sabiendas de que suponía la remodelación del ‘Frankenstein’, añadiendo una prófuga peluca importada de Waterloo. Entonces, ¿por qué ha dado mayor pavor ver a Abascal en la entrega de carteras que a Puigdemont entrando triunfalmente en España cual Prigozhin en suelo ruso? En primer lugar, el Sr. Feijóo ha logrado un hecho inédito, que los más firmemente liberales, conservadores y progresistas nos unamos en la añoranza a Pablo Casado, pues nadie podía imaginar que el barón del Norte aunaría los errores y rehuiría de los aciertos de su predecesor, derrocado en una cruenta guerra intestina. Precisamente uno de esas grandes contradicciones es la cuestión de Vox: ¿adversario o enemigo? Esta es una disyuntiva que el Presidente del Gobierno ha comprendido a la perfección tras un proceso de ensayo y error. Sánchez no podía gobernar con Podemos e Izquierda Unida y, simultáneamente, atacar mordazmente sus principales postulados, escorarse en la egolatría bipartidista de la existencia de unos “partidos de Estado” ante los que cualquier formación emergente debe doblegarse.

Sánchez ha aceptado a sus socios, y ha renunciado a cautivar buena parte de sus electores potenciales para que la suma de las izquierdas alejase a Génova y Bambú del solio monclovita. En cambio, la estrategia iniciada por Casado y culminada por Núñez Feijóo no responde a un supuesto partido centrado, que no centrista, sino a la asimilación de uno de los marcos más problemáticos del moribundo Ciudadanos, la falsa equidistancia. No, el Partido Popular no puede contar con ministros de Vox en un hipotético gobierno nacional mientras equipara a la formación de Ortega Lara con la de Arnaldo Otegi, y mucho menos airear la manoseada enseña nacional frente al desafío independentista, cuando esta formación fue la que tramitó la mayor cesión del Estado no al autogobierno catalán, sino al 3%, al corrupto Pujol y sus secuaces, plasmada en el pacto del Majestic. Desde Galicia, con un Vox totalmente diezmado, sin representación en las Cortes Generales ni el Parlamento Autonómico, era sencillo, si no necesario hacer una apología contra la derecha radical. Una vez descubierta la pluralidad de España, este discurso languidece. Y es que uno de los grandes errores de este otrora barón con ínfulas de grandeza ha sido, precisamente, el desprecio sistemático primero a toda formación política diferente a los “partidos de Estado”, y luego incluso a su compañero de colchón en el viscoelástico consenso del 78, el dilema entre PP o anarquía. Qué insolencia, ¿quién iba a pensar que la designación de Iturgaiz en el trienio casadista y la entrada de Txapote en la arena de la campaña iba a herir de muerte cualquier intento de acercamiento al PNV? Es posible que el autoproclamado en el plató de El Hormiguero primer Presidente de la España rural—parece ser que D. Adolfo Suárez provenía de una concurrida urbe— peque de un ego que haga temblar al Presidente auténtico, y que el campo de narcisos a su alrededor no haya hecho más que agravar su condición. No ha sido Moreno en Andalucía, mucho menos Ayuso en Madrid, ni el Kanzler de la gran coalición, únicamente Feijóo en Galicia.


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