Alberto Murcia Carbonell, Universidad Camilo José Cela
Los seres humanos mantenemos ciertas expectativas sobre el mundo. Algunas son triviales, como pensar que si el teléfono sufre un daño alguien podrá, o nos ayudará, a arreglarlo.
Otras menos triviales, en cambio, suelen despertar voces descreídas. Afirmar que pensamos que, por una parte, nadie nos va a dañar y, por otra, en caso de ser dañados, alguien acudirá en nuestra ayuda, invita a la intervención del cínico.
De acuerdo: cualquiera sabe que los seres humanos nos dañamos los unos a los otros. Pese a ello, no solemos pensar que toda persona con la que nos cruzamos vaya a hacerlo. Sería una vida insoportable. Pero digamos que se nos daña. ¿Podemos afirmar que, en ese caso, nadie, absolutamente nadie, estaría dispuesto a atendernos? Resulta difícil creer en el vacío de la absoluta soledad ante el encuentro con el daño.
Tal vez solo las personas que hayan sido testigos de una situación de daño extremo sean las que estén en disposición de responder si estas expectativas son un fraude. Los veteranos de guerra son especialmente adecuados, porque el combate es un escenario de constante experiencia del daño que se vive de primera mano.
Pérdida de la confianza
El escritor Jean Améry, que luchó en la Resistencia francesa durante la ocupación nazi, encarcelado y torturado por la SS, planteó que estas expectativas son una ilusión colectiva. Podemos leer en Más allá de la culpa y la expiación que la fe en que nadie le dañaría sin su consentimiento y, en caso de suceder, alguien acudiría a auxiliarlo se vino abajo después del primer golpe de su torturador.
No es el único: en los escritos producidos por veteranos, en sus diarios, testimonios, incluso en las ficciones inspiradas por su paso por la guerra, identificamos la tensión entre un “yo” de preguerra, aún confiado en el correcto orden de estas expectativas, y un “yo” de postguerra, que regresa a casa cuestionando todo aquello que creía saber.
Al perder la confianza en el mundo, el veterano reconstruye su autoimagen mediante narrativas que den sentido a su experiencia. Se da la “narrativa de aceptación” cuando el veterano considera que es una persona diferente, irreconciliable con la que partió a la guerra. Por el contrario, utiliza “narrativas de evasión” cuando evalúa que su identidad preguerra se ha mantenido intacta hasta el regreso a casa.
Ambos tipos de narrativa cumplen la función de “reclamar al veterano su identidad moral”. Está en cuestión su autopercepción: “¿Cómo pude hacer lo que hice?”. El veterano suele descubrir que en la guerra fue capaz de experimentar cosas que nunca hubiera imaginado, como dañar a una persona inocente.
Imaginación frente a realidad
Los soldados imaginan cómo va a ser la guerra antes de partir. No son niños que desconocen que en las guerras se muere o se sufre de verdad. Saben que no siempre son los buenos de la película. Sin embargo, solo allí tienen experiencia directa con el daño que hacen las balas, ven cómo mueren las personas o son testigos de la mutilación producida por un bombardeo de artillería. Lo que imaginaron queda bien lejos de la realidad.
También aprenden de primera mano lo que es producir un daño irreparable. Los veteranos descubren que durante la guerra hicieron cosas que su “yo” anterior nunca hubiera hecho. Se produce una ruptura entre el concepto de sí mismos antes de la guerra y de la persona que regresa al hogar.
Tanto Jonathan Shay, psicólogo especializado en tratar con veteranos de la guerra de Vietnam, como Nancy Sherman, profesora de filosofía en la academia militar de Westpoint, detectaron las consecuencias de la guerra en los síntomas del trastorno de estrés postraumático (TEP). También señalaron otro tipo de heridas invisibles: “Transgresiones morales cometidas u omitidas, perpetradas por uno mismo o por otros, o por ser testigo de intenso sufrimiento ajeno”. Es decir, caer por debajo de los estándares normativos dignos de buenas personas o buenos soldados.
Shay planteó que las heridas morales no son TEP. Alguien con TEP no siempre siente que ha hecho algo malo. La cura de la herida moral, si la hay, pasa por recuperar la confianza en las expectativas sobre el mundo. Muchos son incapaces de reconciliar su identidad moral de antes de la guerra con aquello que experimentaron. En el peor de los casos acaban por suicidarse, algo bastante común entre los veteranos. El TEP no suele ser la causa del suicidio, sino la incapacidad de reconciliar su ruptura identitaria.
No fui yo, fueron las circunstancias
Porque, claro, ¿cómo se reconcilia el veterano del presente con su “yo” pasado, que nunca creyó que podría disparar a un niño a sangre fría? ¿Cómo se autoevalúa si considera que no ha cambiado y, a la vez, intenta aceptar el vacío moral exhibido durante el conflicto? Dadas las evidencias mostradas en algunos de sus relatos, la reconciliación pasa por lo que llamamos “estrategia del victimario”. Esta consiste en proteger la identidad personal y las expectativas sobre el mundo.
El victimario cree saber que las expectativas sobre el mundo son una ilusión. Sin embargo, esta “verdad” pertenece al campo de batalla. Su trabajo, más allá de las obligaciones militares, consiste en proteger estas expectativas.
Encuentra así una justificación externa para la trasgresión moral, sea bajo la idea de “cumplimiento del deber” o para “proteger la sociedad de las consecuencias de la guerra”. Es mejor mantener esa ilusión al caos nihilista del vacío moral, por lo que acaba por verse a sí mismo como el garante de la seguridad. Justifica sus actos, por muy moralmente atroces que hubieran sido, o por mucho que antes de la guerra los hubiera rechazado, diciendo que protegen las expectativas del mundo. Llevar la guerra a casa implica que la sociedad civil perdería estas expectativas, y eso es intolerable.
Los testimonios de estos veteranos que optaron por la narrativa de evasión se elaboran sobre la idea de que su núcleo moral continuó indemne pese a todo. Los moralmente corruptos, los que trastocaron los ideales por los que se alistaron, son siempre los militares de alto grado, los jueces, los burócratas, los políticos. La guerra del veterano era la guerra justa.
Con esta simplificación de la realidad, el veterano justifica que no quebrantó sus principios morales, sino que fueron aquellos que organizaron la guerra los que lo hicieron. Fue engañado, obligado a matar: es la víctima. Y si tuvo que actuar de victimario… bueno, había que proteger la ilusión en la que el resto de los civiles vivimos.
“Es que soy así”
En el documental Fantasmas de Abu Ghraib podemos observar en funcionamiento la justificación del victimario. La mayor parte de los soldados se consideran víctimas tanto de la situación como del sistema. No se aprecia ni arrepentimiento ni sentimiento de responsabilidad ante lo que ocurrió en casi ninguno de los soldados destinados a esa cárcel en suelo iraquí. Su actitud es la de equipararse a las víctimas. Proteger su “yo”, como alguien que nunca cambió su posición moral.
A una de las soldados que torturaron en Abu Ghraib se le pregunta: “¿Por qué se hizo una foto en donde sonreía y levantaba un pulgar en señal de ‘OK’ al lado del cadáver de un iraquí asesinado durante un interrogatorio?”. La veterana contesta: “Tal vez ahora no lo haría, pero, es que yo soy así, es lo que hago siempre cuando me tiran una foto… sonrío y levanto el pulgar”.
“Soy así. Sonrío y levanto el pulgar”.
Evitar la experiencia del daño producido es una estrategia poco saludable. Lleva a terribles consecuencias vitales, desde el suicido a la incapacidad de llevar una vida digna. Aceptar que como soldado transgredió principios morales que consideraba inquebrantables tampoco es que sea mucho mejor, pero al menos sostiene cierta honestidad con uno mismo. Es asumir que somos capaces de hacer cosas terribles en contextos deshumanizados que invitan al paréntesis moral.
El desafío de las sociedades democráticas que se quieren encargar adecuadamente de sus veteranos pasa por reconocer sus heridas morales y reconstruir su confianza en las expectativas sobre el mundo. Puede que las expectativas sean una ilusión, un invento social para que vivamos con cierta tranquilidad, pero lo sean o no, es un invento conveniente que nos permite pensar que siempre vamos a poder contar con alguien en caso de necesidad.
Alberto Murcia Carbonell, Profesor Humanidades, ética y nuevas tecnologías , Universidad Camilo José Cela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.